Quejarse, compadecerse de uno, lamentar la suerte, clamar al cielo, insultar al destino. Rasgos de un carácter que parecen impresos en los cromosomas. Jóvenes y viejos se quejan.
El tonto políticamente correcto, plaga social, correrá a decir lo previsible, hay razones, la justicia o su ausencia, algo acerca de estructuras y monopolios, la monserga de los setenta que ahora está otra vez entre nosotros como epidemia. El martillazo ideológico en un lado, la frase destartalada y seca por el uso en otro, la síntesis de un libro no leído, el éxito del progresista inculto en las fiestas psicobolches de empanadas malas y vino imposible.
Pero la queja está más adentro y más lejos. Es un instrumento de viento que suena, desafina, vuelve a sonar, resistente en el tiempo.
Se quejan los que no llegan -a ningún sitio, a fin de mes-, los que tienen plata, los que pagan impuestos, los que los evaden, los que aman, los que no son amados.
Se quejan, con lluvia o con sol. Por la lluvia, por el sol.
Se quejan de la vida. No les gusta. La queja va tomando la forma del amuleto y del desastre, amasada en un modo de estar en el mundo que no se entiende ni funciona sin lamento.
Se quejan.
Seguirán quejándose.
Es genético.
Mario Mactas- Monólogos Rabiosos.
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